COMENTARIO
Lo mismo que los otros evangelistas, Lucas describe la crucifixión y muerte de Jesús como el cumplimiento del designio de Dios sobre Él, que se hace Siervo de dolores (cfr notas a Mt 27,32-56; Mc 15,21-41).
La conducta de Jesús es presentada como ejemplo para todo cristiano: provoca la admiración del centurión y la contrición de la muchedumbre (vv. 47-48). Jesús es modelo de misericordia y de perdón: consuela a las mujeres (vv. 28-29), perdona a los que le van a matar (v. 34) y abre las puertas del Paraíso al buen ladrón (v. 43). En su otro libro, Lucas nos presenta al primer mártir, San Esteban, imitando el comportamiento de Cristo (cfr Hch 7,60): «El perdón atestigua que en el mundo está presente el amor más fuerte que el pecado. El perdón es además la condición fundamental de la reconciliación, no sólo en la relación de Dios con el hombre, sino también en las recíprocas relaciones entre los hombres» (S. Juan Pablo II, Dives in misericordia, n. 14).
La fuerza de Jesús es su oración. Por dos veces (vv. 34.46) se dirige a su Padre Dios. Para Él son sus últimas palabras: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (v. 46). «Todos los infortunios de la humanidad de todos los tiempos, esclava del pecado y de la muerte, todas las súplicas y las intercesiones de la historia de la salvación están recogidas en este grito del Verbo encarnado. He aquí que el Padre las acoge y, por encima de toda esperanza, las escucha al resucitar a su Hijo. Así se realiza y se consuma el drama de la oración en la Economía de la creación y de la salvación» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2606).
Como en otros lugares del evangelio, también aquí queda patente que, ante Jesús, se revela la condición de los hombres. El gesto de piedad de las mujeres (vv. 27-29) muestra que, junto con los enemigos de Jesús, iban otras personas que le querían. Si tenemos en cuenta que las tradiciones judías, según recoge el Talmud, prohibían llorar por los condenados a muerte, nos percataremos del valor que demostraron las mujeres que rompieron en llanto al contemplar al Señor: «Entre las gentes que contemplan el paso del Señor, hay unas cuantas mujeres que no pueden contener su compasión y prorrumpen en lágrimas. (…) Pero el Señor quiere enderezar ese llanto hacia un motivo más sobrenatural, y las invita a llorar por los pecados. (…) Tus pecados, los míos, los de todos los hombres, se ponen en pie. Todo el mal que hemos hecho y el bien que hemos dejado de hacer. El panorama desolador de los delitos e infamias sin cuento, que habríamos cometido, si Él, Jesús, no nos hubiera confortado con la luz de su mirada amabilísima. —¡Qué poco es una vida para reparar!» (S. Josemaría Escrivá, Via Crucis 8).
El episodio del «buen ladrón» (vv. 39-43) es narrado sólo por Lucas. Aquel hombre muestra los signos del arrepentimiento, reconoce la inocencia de Jesús y hace un acto de fe en Él. Jesús, por su parte, le promete el paraíso: «El Señor —comenta San Ambrosio— concede siempre más de lo que se le pide: el ladrón sólo pedía que se acordase de él; pero el Señor le dice: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso. La vida consiste en habitar con Jesucristo, y donde está Jesucristo allí está su Reino» (Expositio Evangelii secundum Lucam, ad loc.). El episodio también nos invita a admirar los designios de la divina providencia, de la gracia y de la libertad humana. Ambos malhechores se encontraban en la misma situación. Uno se endurece, se desespera y blasfema, mientras el otro se arrepiente, acude a Cristo en oración confiada, y obtiene la promesa de su inmediata salvación: «Entre los hombres, a la confesión sigue el castigo; ante Dios, en cambio, a la confesión sigue la salvación» (S. Juan Crisóstomo, De Cruce et latrone).
La palabra «paraíso» (v. 43), de origen persa, se encuentra en varios pasajes del Antiguo Testamento (Ct 4,13; Ne 2,8; Qo 2,5) y del Nuevo (2 Co 12,4; Ap 2,7); en boca de Jesús es un modo de expresarle al buen ladrón que le espera, a su propio lado y de modo inmediato, la felicidad: «Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo —tanto las que todavía deben ser purificadas con el fuego del purgatorio, como las que son recibidas por Jesús en el Paraíso enseguida que se separan del cuerpo, como el Buen Ladrón—, constituyen el Pueblo de Dios después de la muerte, la cual será destruida por completo el día de la Resurrección, en que estas almas se unirán con sus cuerpos» (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, n. 28).