COMENTARIO
Los cuatro evangelios narran con mucho detalle la crucifixión y muerte del Señor. Mateo comienza con el episodio de Simón de Cirene (v. 32), aunque no anota, como Marcos, que era padre de Alejandro y de Rufo. El Gólgota o Calvario (v. 33) se encontraba por la parte de fuera de la segunda muralla de Jerusalén. Había servido de cantera, de ahí la forma aproximada de un cráneo humano.
El expolio (v. 35) es narrado por los cuatro evangelistas. El condenado a cruz perdía todos los derechos ciudadanos, era reducido a la condición de esclavo. Por eso, los verdugos podían apropiarse de todo lo que portara. Este despojo, pues, no era de suyo relevante. Sin embargo, la primitiva tradición cristiana lo conserva porque ve en él el cumplimiento de la profecía del Sal 22,19, citada en el pasaje evangélico. El título sobre la cruz (v. 37), mencionado también por los cuatro evangelios, no era un capricho del prefecto, sino un uso jurídico romano en los actos de ejecución de una sentencia capital.
Las burlas de los presentes (vv. 39-44) y las palabras de Jesús poco antes de morir (v. 46) corresponden al Sal 22,2. Con sus palabras el Señor manifiesta el sufrimiento físico y moral que padece en esos momentos. De ningún modo son una queja contra los planes de Dios. «Porque el sufrimiento no está en no sentir, que eso es de los que no tienen sentido, ni en no mostrar lo que duele y se siente, sino, aunque duela y por más que duela, en no salir de la ley ni de la obediencia de Dios. Que el sentir, natural es a la carne, que no es bronce; y ansí no se lo quita la razón, la cual da a cada cosa lo que demanda su naturaleza; y la parte sensible muestra que de suyo es tierna y blandísima; siendo herida, necesario es que sienta, y al sentir, se sigue el ¡ay!» (Fray Luis de León, Exposición del libro de Job 3). En la agonía del Huerto (cfr nota a 26,36-46) Jesucristo había experimentado como un anticipo del dolor y abandono de este momento. Dentro del misterio de Jesucristo Dios-Hombre, hay que contemplar cómo su Humanidad —alma y cuerpo— sufre sin la atenuación que podría darle su divinidad.
Probablemente las palabras del Señor en la cruz —«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (v. 46)— hicieron comprender más tarde a sus discípulos que en su crucifixión y muerte se cumplían plenamente las Escrituras (cfr nota a Mc 15,21-41). Por eso el texto está repleto de alusiones a pasajes del Antiguo Testamento (Sal 22; 69; etc.), en los que se anunciaba que el sufrimiento de un hombre justo conducía a la alabanza del nombre de Dios por parte de todas las gentes: «La muerte del Salvador fue riguroso holocausto que Él mismo ofrendó al Padre para nuestra redención; aunque los dolores y padecimientos de su pasión fueron tan graves y fuertes que cualquier otro mortal hubiera sucumbido a ellos, a Jesús no le hubieran dado muerte de no haberlo Él consentido, y si el fuego de su infinito amor no hubiera consumido su vida. Él fue, pues, santificador de sí mismo; se ofreció al Padre y se inmoló en el amor» (S. Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios 10,17).
El desgarramiento del velo del Templo (v. 51) significa que todos los hombres tienen abierto el camino hacia Dios Padre (cfr Hb 9,1-10;10,20) y que ha comenzado la vigencia de la Nueva Alianza, sellada con la sangre de Cristo.
Los demás hechos portentosos de carácter cósmico que acompañan a la muerte de Jesús (vv. 45.51-53) son señales que se entienden como respuesta de Dios a las acciones de los hombres. No moría un hombre más, sino el Hijo de Dios en su Humanidad. Estos acontecimientos evocan oráculos del Antiguo Testamento (Am 8,9; Is 2,10; Ez 32,7; Dn 12,2) en los que se anunciaba el día del Señor con la resurrección y la retribución final. Los vv. 52-53 son difíciles de explicar. Los grandes escritores eclesiásticos han propuesto tres posibles interpretaciones: 1) se trataría, más que de resurrecciones en sentido estricto, de apariciones de estos difuntos; 2) serían muertos que resucitaron a la manera de Lázaro para volver a morir; 3) habrían resucitado con resurrección gloriosa como anticipo de la resurrección universal. San Jerónimo, San Agustín y Santo Tomás de Aquino (cfr Summa theologiae 3,53,3) prefieren la segunda interpretación: piensan que esas resurrecciones se refieren a muertos que volvieron a morir. Dentro de la dificultad para interpretar su sentido, lo que enseña el pasaje es que, con su muerte, Jesús vence a la misma muerte. Esto es lo que confiesa la Iglesia cuando profesa el descenso de Cristo a los infiernos: «La Escritura llama infiernos, sheol o hades, a la morada de los muertos donde bajó Cristo después de muerto, porque los que se encontraban allí estaban privados de la visión de Dios (…). Jesús no bajó a los infiernos para liberar allí a los condenados ni para destruir el infierno de la condenación, sino para liberar a los justos que le habían precedido» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 633). cfr nota a 1 P 3,18-22.
La presencia de las santas mujeres junto a Cristo en la cruz (vv. 55-56) es ejemplo de reciedumbre para todos los cristianos. «Más recia la mujer que el hombre, y más fiel, a la hora del dolor. —¡María de Magdala y María Cleofás y Salomé!— Con un grupo de mujeres valientes, como esas, bien unidas a la Virgen Dolorosa, ¡qué labor de almas se haría en el mundo!» (S. Josemaría Escrivá, Camino, n. 982).
La meditación de la pasión del Señor ha hecho muchos santos en la historia de la Iglesia. Pocas cosas hay más provechosas para un cristiano que contemplar despacio, con piedad y con asombro, los acontecimientos salvadores de la muerte del Hijo de Dios hecho hombre. Los santos se han preguntado cómo pudo vivir Jesús esos momentos. Santa Catalina de Siena recoge esta locución de Dios Padre a propósito de cómo pueden convivir dolor y alegría, sufrimiento y gozo: «El alma está feliz y doliente: doliente por los pecados del prójimo, feliz por la unión y por el afecto de la caridad que ha recibido en sí misma. Ellos imitan al Cordero inmaculado, a mi Hijo Unigénito, el cual estando en la cruz estaba feliz y doliente» (Diálogo de la Divina Providencia 78).