Sermón de San Agustin sobre el temor de Dios y la verdadera humildad
David, profeta y salmista, que, como atestigua la Escritura, fue elegido según el corazón de Dios, y que hizo siempre y en todo su voluntad, nos muestra en un lugar lo que desea y ama nuestro Creador, diciendo: ¿Quién es semejante al Señor, Dios nuestro, que habita en las alturas, y tiene cuidado de las cosas humildes en el cielo y en la tierra? Y en verdad, si el Altísimo Señor de infinita excelencia y grandeza, en todas sus criaturas, tanto en las más elevadas como en las más pequeñas, es decir, en los ángeles y en los hombres, tiene en mucho y premia la humildad, ¿cómo no va a mirar continuamente por nuestra humildad y a conservárnosla siempre y en todo, por agradar a nuestro Creador? La grandeza de esta virtud se colige fácilmente de las palabras de Señor, que, para condenar la soberbia de los fariseos, dice: El que se exalta será humillado, y el que se humilla será exaltado. Sólo a pasos de humildad se sube a lo alto de los cielos porque allí arriba, al Dios excelso, no se llega con la soberbia, sino con la humildad Está escrito que Dios resiste a los soberbios y a los humildes da su gracia; y en los Salmos se dice: Excelso es el Señor, que cuida de las cosas humildes y conoce desde lejos las elevadas. Aquí las cosas elevadas son los soberbios; cuida de los humildes para exaltarlos, y conoce las cosas elevadas, es decir, a los soberbios, para abatirlos. Aprendamos la humildad, que nos acerca a Dios, como Él mismo dice en el Evangelio: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis el descanso para vuestras almas. Por la soberbia la admirable criatura angélica fue arrojada del cielo, y por la humildad de Dios la frágil naturaleza humana lo conquistó, como dice Salomón: Donde hay soberbia, hay discordia; donde hay humildad, hay sabiduría. Otro sabio dice también: Cuanto más grande seas, humíllate más y hallarás gracia ante Dios; y el mismo Dios dice: Mis miradas se posan sobre los humildes y sobre los de contrito corazón que temen mis palabras. En el que no es humilde y manso no puede habitar la gracia del Espíritu Santo. Dios se ha hecho humilde para salvarnos, avergüéncese el hombre de ser soberbio. Cuanto más se abaja el corazón por la humildad, más se levanta hacia la perfección; porque el humilde será exaltado en la gloria. El primer grado de la humildad es escuchar humildemente las palabras de la verdad, grabarlas en la memoria y ponerlas por obra. Es cierto que la verdad huye siempre de las mentes que no son humildes. Cuanto más humilde sea el hombre ante sí mismo, más grande será ante Dios; el soberbio, cuanto más glorioso aparece ante los hombres, más abyecto es delante de Dios. El que reúne todas las demás virtudes y no tiene caridad es como el que transporta el polvo contra el viento. Además, la Escritura dice: ¿De que te ensoberbeces polvo y cenizas, si el viento de la soberbia disuelve y dispersa cuanto has reunido con ayunos y limosnas? No te gloríes por tus virtudes, porque no serás tú tu juez, sino otro, ante el cual procura humillarte en tu corazón, a fin de que Él te exalte en el tiempo de la retribución. Baja si quieres subir, humíllate si quieres ser exaltado, para que cuando seas exaltado no vengas a ser humillado, porque el que es deforme a sus propios ojos es hermoso delante de Dios; el que disgusta a sí mismo agrada a Dios; sé, pues, pequeño a tus ojos para que seas grande a los de Dios; porque serás tanto más precioso a los ojos de Dios cuanto más bajo seas ante ti mismo. En el sumo honor, ten suma humildad; la alabanza del honor es la virtud de la humildad.
Pero nadie puede alcanzar la virtud de la humildad sin la del temor de Dios; porque la una no puede existir sin la otra. Escuchad, hijos míos, cuáles son los efectos del temor de Dios: el temor de Dios es el principio de la sabiduría; el temor de la presencia de Dios es el gran medio para evitar el pecado; quien teme a Dios con todas sus fuerzas se guarda de pecar; a quien teme a Dios le irá bien en sus postrimerías y el día de su fin hallará gracia.
Quien se avergüenza de pecar delante de los hombres, cuánto mejor haría si se avergonzara de hacer el mal en presencia de Dios, que ve no sólo las obras sino también los corazones. Quien teme a Dios santamente procura hacer su beneplácito. Distinto es el temor del siervo; el siervo teme por miedo a la pena, el hijo por amor al padre. Si somos hijos de Dios, temámosle por la dulzura de la caridad, no por la amargura del temor. El hombre sabio obra siempre con temor de Dios, porque sabe que es imposible huir de su presencia; como dice a Dios el Salmista: ¿Dónde podría alejarme de tu espíritu? ¿A dónde huir de tu presencia?, y en otro lugar añade que ni en Oriente ni en Occidente podrá nadie esconderse de Dios. Quien teme al Señor recibe su doctrina; y quien es celoso en observar sus mandamientos hallará la bendición sempiterna. Bienaventurada el alma de quien teme a Dios, está fuerte contra las tentaciones del diablo: Bienaventurado el hombre que persevera en el temor y a quien le ha sido dado tener siempre ante los ojos el temor de Dios. Quien teme al Señor se aparta del mal camino y dirige sus pasos por la senda de la virtud; el temor de Dios hace al hombre precavido y vigilante para no pecar. Donde no hay temor de Dios reina la vida disoluta; el que no teme a Dios en la prosperidad, témalo al menos en la adversidad y refúgiese en el que azota y sana. Bienaventurado el hombre que teme al Señor, y que se deleita en gran manera en sus mandamientos; el temor de Dios repele el temor del infierno, porque hace que el hombre huya del pecado y multiplique sus buenas obras. Tras lo cual llegará a aquel temor que se llama santo, y permanece para siempre, porque está fundado en el amor. Así, hermanos míos, debemos temer a Dios, para que le lleguemos a amar; porque la perfecta caridad echa fuera el temor servil, y de ese modo podemos tener firme seguridad y plenitud de todo bien. Por esto, dice el Profeta: Temed al Señor, vosotros sus santos, pues nada falta a los que le temen; se empobrecen los ricos y en la penuria pasan hambre, pero nunca faltará nada a los que buscan al Señor.
Por lo cual, os exhorto, amadísimos, a tener siempre ante los ojos de vuestra mente el temor de Dios y a no olvidar nunca sus preceptos, y a considerar que quien menosprecia y rechaza sus mandamientos irá al dolor eterno; os suplico que tengáis interiormente en vuestro corazón la verdadera humildad y que la inculquéis en vuestros prójimos con normas no fingidas, de tal modo, que también ellos, edificados por vuestros buenos ejemplos, den gloria a Dios y se esfuercen, en unión con vosotros, en recibir en el cielo la eterna recompensa con la ayuda y con la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que vive y reina por todos los siglos de los siglos. Así sea.