COMENTARIO

 Lc 8,4-18 

Los evangelios sinópticos se hacen eco de la predicación de Jesús en parábolas (cfr notas a Mt 13,1-52 y Mc 4,1-34). Lucas es el que recoge más: unas treinta y dos, de las que dieciséis son propias. Sin embargo, en este evangelio, el largo discurso de las parábolas del Reino no tiene la misma importancia que en los otros sinópticos. El evangelista condensa el discurso en estos pocos versículos, ya que prefiere señalar puntualmente cómo en su ministerio Jesús enseñaba con parábolas (cfr 7,40-50; 10,30-37; 11,5-13; 12,16-21; etc.). Por eso, las parábolas tienen por destinatarios a las muchedumbres: sólo seis se dirigen a los discípulos. Además, las parábolas no son un misterio, son una doctrina que reúne en sí misma claridad y aplicación a las circunstancias personales de los oyentes.

La parábola del sembrador (vv. 4-15), lo mismo que en los otros evangelios (cfr nota a Mt 13,1-23), habla de la palabra y de su acogida por parte de los hombres. Sin embargo, cada evangelio tiene sus notas propias. En los dos primeros evangelios (Mt 13,21; Mc 4,17), lo que impide un fruto efectivo de la semilla son las «tribulaciones y persecuciones» por causa de la Palabra; en San Lucas lo que impide el fruto es ceder a la «tentación» (v. 13). De manera parecida, el tercer evangelista insiste en la imposibilidad de dar fruto si éste se quiere compaginar con una vida fácil, sin apenas exigencias (v. 14); en cambio, se alcanza con la constancia (v. 15). La parábola es así una invitación a una vida sobria, encaminada al Reino: «Abrasemos las espinas, pues son ellas las que ahogan la palabra divina. Bien lo saben los ricos, que no sólo son inútiles para la tierra, sino también para el cielo. (…) De dos fuentes nace el daño para su espíritu: de la vida de placer y de las preocupaciones. Cualquiera de las dos, por sí misma, basta para hundir el esquife del alma. Considerad, pues, qué naufragio les espera cuando concurren las dos juntas. Y no os maravilléis de que el Señor llamara espinas a los placeres. Si no los reconocéis como tales, es que estáis embriagados por la pasión; los que están sanos saben muy bien que el placer punza más que una espina» (S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum 44,4).

Frente a quienes ahogan la Palabra con su debilidad de vida, están los que dan fruto: son los que reciben la palabra con corazón «bueno y generoso» (v. 15). Con esta nota, la parábola enseña que quien vive las virtudes humanas podrá vivir también las sobrenaturales: «Las virtudes humanas adquiridas mediante la educación, mediante actos deliberados, y una perseverancia, reanudada siempre en el esfuerzo, son purificadas y elevadas por la gracia divina. Con la ayuda de Dios forjan el carácter y dan soltura en la práctica del bien. El hombre virtuoso es feliz al practicarlas» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1810).

Las otras parábolas (vv. 16-18) son casi sentencias. La de la lámpara (v. 16) hay que leerla desde lo que se dice en 11,33-36: la luz es la doctrina de Jesús interiorizada. Y la doctrina de Cristo está destinada a expandirse (v. 17): «Hijos de Dios. —Portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras. —El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine… De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna» (S. Josemaría Escrivá, Forja, n. 1).

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